Desde el principio
Me encuentro arrojado a un mundo en el que no dispongo de poder de decisión sobre las condiciones más generales de mi estancia en él, que no dependen de mí. Ni el momento de mi nacimiento, ni el de mi muerte -a menos que decida dármela a mí misma-, ni mi salud o enfermedad, ni siquiera el dominio sobre mis veinticuatro horas de cada día, puesto que por ocho de ellas tengo que entregarme indefensa al sueño y a los pavores que puedo encontrar en la oscuridad.
Veo sin embargo que, en este mundo, otros hombres que presumo que son como yo, cavan acequias o transforman de otras mil formas la naturaleza, por lo que me cabe esperar que, a lo mejor, aumentando mi ciencia, llegue a conseguir dominio sobre lo que ahora escapa de mis manos y que incluso pueda suprimir la muerte y el olvido que la acompaña como una ola de negrura.
Muchos hombres hablan de Dios en este mundo como lo primero en lo que hay que pensar, pero no me lo parece. Lo primero es estudiar bien las condiciones de este mundo en el que nos hallamos, para intentar dominarlas. Hay en él suficientes ocasiones de dolor, soy tan consciente de ellas y las temo tanto, que sé que lo puedo comparar con un túnel negro, en el que, comprobado que puedo moverme, mi primer empeño ha de ser salir. Lo mismo que quien se encontrara en él intentaría lo primero palpar las paredes, yo también tengo que encontrar los límites de este mundo o, mejor, las paredes que lo limitan. Ahora mismo, no sé siquiera hacia dónde ir, pero he encontrado uno de esos límites.
Es sutil. Hay cosas que puedo hacer físicamente y sin embargo no debo hacer moralmente. Puedo sentarme, por ejemplo, en medio del túnel y dejar pasar el tiempo, esperando que la iluminación llegue sola, lo que, llevado a sus últimas consecuencias, veo que equivale a matarse.
Si puedo hacer algo, pero no debo, es porque hay un bien y un mal para mí, un adelante y un alto semafóricos que puedo desobedecer, pero que no debo. Es la ley de la razón, la que manda sobre mí de esta manera y puedo, pero no debo desobedecerla, porque es lo razonable.
Esto me da un indicio sobre mi status en este mundo: tengo que obedecer a algo y soy dependiente de algo que me pone por encima de todo lo demás. La razón me dice por dónde los límites físicos son franqueables. Pero para hacer eso, tengo que reconocer su soberanía. Ésta es la Constitución más secreta de este mundo en el que estoy. Está bien obedecer a la razón; está mal desobedecerla. Empiezo a entender a los que hablan de Dios, si llaman Dios a lo que empieza en esta ley invisible, que se puede desobedecer, pero que no es razonable hacerlo, que está presente en este mundo pero sólo se ve por el pensamiento, una evidencia de segundo orden, distinta de la sensible.
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