Es de suponer, con arreglo a estos postulados, que en todas las filosofías y las religiones late la necesidad del sentido y de la unidad.
Es claro que todos los sistemas de pensamiento pretenden tener sentido; la pretensión del sentido está asegurada. Sin embargo, la referencia del sentido a la unidad, se desdibuja en muchos de ellos, acosada por la tendencia a la dispersión tan presente también en nuestras almas.
El hecho de que las religiones estén formadas tradicionalmente por comunidades de adeptos (también una filosofía: el materialismo dialéctico) introduce en ellas la lógica de las organizaciones que va derecha al ritualismo, el dogmatismo y la excomunión.
Más libre, más desenfadada, en general, salvo alguna excepción sectaria como la antes mencionada, es la tradición de la filosofía.
Fue Platón quien mejor formuló la temática del sentido y la unidad, llamándola Bien, hacia lo que todo es atraído y de donde todo procede.
Cuatro siglos después, Plotino considera enfáticamente lo Uno, pero en los filósofos siguientes, excepto en los de la Escolástica, se puede observar la pérdida de la centralidad de “o Zeós” en beneficio de cuestiones gnoseológicas o instrumentales.
Considerar la temática del sentido y la unidad como una práctica registrable en la historia de la filosofía nos lleva por tanto a dos consideraciones también prácticas: observar la facilidad con que la necesidad de fondo de la unidad sucumbe ante las facilidades de la dispersión, y empezar a registrar negaciones prácticas del espíritu crítico, personal y libre, propiciadas por la lógica de las organizaciones.
Pero también en las religiones canónicas o reguladas hay tormentas y relámpagos de verdad, que languidecen luego bajo el autoritarismo acrítico de las ortodoxias.
Los judíos aprendieron a centrarse en Él y a calificar cualquier dispersión de la mente que llevara a centrar la atención en algo distinto de Él como idolatría.
Espléndida noción que nos devuelve una y otra vez hacia el Solo que merece ser pensado.
Jesús Nazareno se atrevió a definir como amor la naturaleza del Único, lo que constituía una moral del amor al amor y a todo hombre como su consecuencia. Pero sus seguidores perdieron de vista ese único centro de la atención humana y se perdieron y dispersaron su atención en disquisiciones sobre la naturaleza de su maestro, que culminaron en el dispersador trinitarismo.
Con fuerza absorbente, la religión de Muhammad volvió la atención hacia un único centro.
De nuevo la mente puede descansar, porque sólo Uno merece su atención y se encuentra el sentido de la existencia en que Él siempre es Mayor.
Pero el carácter comunitario de la nueva religión llevó de nuevo inexorablemente a la lógica de la organización y a la formación de distintas ortodoxias.
Sin embargo, ha habido dentro de ella lugar para el libre examen y la crítica mediante el método sufí, que se funda en el aprovechamiento de los textos canónicos, para elevarse hasta una experiencia personal que los interpreta alegóricamente.
En la cultura de tradición nazarena podemos ver con admiración que hay cientos o miles de maestros sufíes, con millones de seguidores, mientras que entre nosotros la mística no deja de ser una experiencia minoritaria, que sólo fue cultura de masas (pero de pequeñas masas) en los tiempos de la “devotio moderna”, en Italia, Alemania o los Países Bajos, y de los conventuales y alumbrados de tradición judeoconversa en España; los grandes maestros espirituales entre nosotros se pueden contar con los dedos de las dos manos; bien cierto es también que hay cientos en la Ortodoxia rusa.
Quiero hablar entre nosotros de mi paisano de Mallorca, Raimon Llull, el sufí cristiano, cuya obra alcanzó un extraordinario resurgimiento tres siglos después, gracias a Felipe II.
Y por supuesto de la espiritualidad, último refugio de los conversos y alimento de Santa Teresa y San Juan y de su Reforma del Carmelo.
La experiencia de la Historia muestra sin embargo que el ansia de sentido y unidad latente en la subjetividad humana puede llevar en la práctica a aberraciones frente a las que hay que estar prevenido.
Se trata de confundir el ansia de la unidad con la práctica inmediata, como si fuere posible ya y a voluntad.
Sólo en la unificación mística, y sólo durante ella, se puede suspender la crítica (que reaparece inmediatamente, en los propios místicos, en cuanto termina la experiencia, y refiriéndose sobre todo a ella)
La lista de los intentos de forzar la unificación de las conciencias es larga y patética y siempre acaban con la expulsión de los disidentes o a sangre y fuego.
Repasaré con sus nombres algunas: el integrismo de los almorávides, que expulsó de Al Andalus a los cristianos y los judíos, el de los almohades -o unitarios-, la Inquisición de los Reyes Católicos y la expulsión de los judíos, el partido único de la Unión Soviética, Italia y Alemania, el catolicismo impuesto de nuevo en España, el integrismo wahabita de Arabia Saudí...
No termina nunca esta tendencia aberrante, porque no termina nunca en los humanos la sed de unidad y la propensión a buscar atajos para llegar a ella.