Claro que se puede vivir sin Dios. La prueba irrefutable es que millones de personas viven sin Dios, entregadas a buscar las alegrías corrientes o extraordinarias, todas las distracciones que les interesen, todo lo que pueda ofrecer de bueno cada día y a eludir como se pueda sus amenazas.
Pueden decir que bastante ocupación hay con eso, como para añadir una preocupación más, y además indemostrable.
Al llegar a su último día, estas personas, como todas, seguramente harán un balance. A lo mejor recuerdan un amor o un trabajo que les ha dado el sentido de su vida o a lo mejor están muy cansadas y se alegran de descansar e irse, aunque no sepan hacia dónde, pero hacia cualquier sitio que sea mejor que éste.
Yo me he cansado de querer pensar en Dios como podría pensar en los aspectos reales, materiales, tangibles de mi existencia. Me distraigo al querer hablar con Dios como si fuera otra persona, fuera de mí. Es natural, ¿cómo se puede hablar por teléfono sin saber si tu nterlocutor sigue ahí o si simplemente hay alguien al otro lado?
La palabra Dios es una duda, en ese sentido, ¿y cómo se puede hablar con una duda como quien habla con un amigo con un jersey colorado y el pelo negro que sin duda está esta tarde conmigo?
¿Cómo se puede echar de menos a esa duda como se puede echar de menos a ese amigo y las dulces tardes reales pasadas en su compañía?
Pero si el concepto de Dios va acompañado siempre por la notación de duda, hay algo en lo que no encuentro duda, que es lo que le da sentido y unidad a mi vida: mi conciencia, tal como es.
Lo infinito se me abre, sólo se me abre fugazmente, en ella, simplemente en la música. Puedo hablar de los momentos en que mientras oía una música determinada y precisa, de pronto me he dicho: “Me puedo morir ahora mismo”.
También se me abre en la poesía. ¡Ay, los poemas de amor homosexual de Kavafis! ¡Qué bellamente están dichos, para siempre!
Y también se me abre en mi propia noción del amor que he esperado, tan perfecto, tan dulce, tan alegre, tan juvenil. He querido que mi amor llegara como entre los árboles, entre los sotos o los bosques.
Todo perfecto. Un minuto o una eternidad.
Pero mi conciencia también ansía saber la verdad. Toda la verdad y todo sobre todo. La curiosidad es más infinita que nuestros límites.
Y ama la pureza, el recuerdo casi perdido de cuando yo pensaba como un niño y tenía un sentido recto y sencillo de la realidad.
Sé que hay un momento en que, como si se cruzara un umbral, o se pulsara un interruptor, se entra en un estado transformado de conciencia, en el que se ve con nitidez todo ello. La propia conciencia se ve existiendo en lo infinito, la belleza, la verdad, el amor, la pureza.
Estos estados se nos acercan fugazmente, a cualquiera de nosotros. A mí se me han acercado al sol suave del invierno, sentado bajo la protección de una solana, o en una alberca del verano, cuando había una chispa de sol en cada relieve del agua, y el calor y la alegría cantaban todo a mi alrededor, mientras yo sabía que estaba cerca la persona a la que más quiero.
Hay quienes pueden llegar mucho más lejos y entonces la conciencia resplandece dentro de ellos, hasta el punto de que dejan de ser ellos mismos, limitados, y puede ser que incluso sus rodillas se levanten del suelo arrastradas por la perfección de esta percepción.
Todo eso es Dios, dentro de nosotros y luego, dentro y fuera, y eso es lo que quiero encontrar y lo que me empeño en encontrar cada vez que oigo música, o leo una novela de amor gay, o veo una de la películas que me arrebatan, o me entrego a la dulzura del aire ibre y el sol, esperando lo infinito. Quien no viva sabiendo que hay eso, no sabe lo que se pierde.